lunes, 17 de noviembre de 2008

Esclavos malgaches y malayos en Ciudad del Cabo(Colonia Holandesa)

PINTURA: von Jan van Riebeeck
Los portugueses disponían ya de Mozambique y Angola, mientras que los británicos habían intentado por dos veces establecer una colonia penal en la zona del Cabo de Buena Esperanza.

El 4 de Abril del año 1652, el capitán Jan van Riebeeck tomó posesión del Cabo de Buena Esperanza en nombre de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales. El aniversario de este suceso se convertiría, con el tiempo, en fiesta nacional de la República Sudafricana.
Todo ello impulsó a los holandeses a tomar la iniciativa y la noche de Navidad del año 1651 una expedición de tres barcos, liderada por el capitán Jan van Riebeeck, partió del muelle de Amsterdam con la misión de establecer una base de avituallamiento en el extremo meridional de África. Los barcos llegaron al Cabo de Nueva Esperanza el día 4 de Abril de 1652, y en dicho lugar, en la Bahía de la Mesa (Tafelbaai, en afrikáans), Van Riebeck alzó la bandera tricolor neerlandesa y tomó posesión del lugar en nombre de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales.
En un primer momento, se construyeron los edificios necesarios para albergar al comandante y a la guarnición, para lo cual se importaron esclavos malayos y malgaches. La comida y los víveres eran obtenidos de las tribus khoisan de los alrededores. Sin embargo, pronto empeoraron las relaciones con éstos y los holandeses, lo que forzó a Van Riebeck a establecer a granjeros libres europeos (que pronto tomarían el nombre de vryburghers[1] ) en la ciudad y sus alrededores para que cultivasen frutales y verduras y de esta manera hicieran a la colonia completamente autosuficiente.
http://es.wikipedia.org/wiki/Afrikáner
UN ARCO IRIS EN LA NOCHE
Autor: DOMINIQUE LAPIERRE
Editorial: PLANETA Fecha de publicación: 16/09/2008.
Jan Van Riebeeck, de treinta y cuatro años, encarna a la perfección ese modelo de aventurero que le encanta pintar a Franz Hals. Hijo de un cirujano famoso de Amsterdam, él mismo cirujano diplomado, ha abandonado pinzas y escalpelos para partir con su mujer, Maria, y sus seis hijos a recorrer el mundo al servicio de la Compañía. Ésta acaba de relevarle de su último puesto como administrador en jefe de la ciudad indonesia de Batavia, de la que ha sido uno de los fundadores. Porque los Diecisiete tienen nuevos planes para su protegido. Grandes expectativas, sin duda. Jan Van Riebeeck está exultante con la idea de marchar a la aventura. La lectura ferviente de los textos bíblicos y la atención apasionada a las profecías de Calvino le han preparado perfectamente para servir a su país hasta en la más extrema de sus intenciones. «Pídeme y yo te daré en herencia las naciones», dice el Creador en el Apocalipsis de san Juan. El joven holandés no lo duda. Es una misión de conquista, la que el Consejo de Gobernadores le va a confiar esta fría mañana de diciembre de 1651. ¡Infortunado Van Riebeeck! ¡Lechugas! ¡Cultivar verduras de ensalada en el extremo sur del continente africano! Ésa es la apasionante misión que la todopoderosa compañía comercial confía a su audaz representante. Ellos le explican detalladamente los motivos de su decisión. La Compañía está en peligro de muerte. Las tripulaciones de los barcos que aseguran su monopolio en el comercio de las especias están siendo diezmadas por el escorbuto, una epidemia aún más mortífera que el ataque de los piratas, de los corsarios y de todos los barcos de los países competidores. Si no se puede atajar este morbo, la flota de la primera marina del mundo quedará paralizada, y Holanda arruinada. Van Riebeeck ha navegado lo suficiente para no ignorar el pánico que provoca en los puentes y en los camarotes comunes la aparición de la gravísima enfermedad del escorbuto, debida a una carencia masiva de vitaminas. Nunca ha dejado de sentirse acosado por la horrible visión de esos desgraciadossangrando abundantemente, atenazados por la fiebre, con las encías hinchadas como esponjas, los miembros rígidos como barras de hierro. Sabe que sólo una alimentación rica en hortalizas, frutas y carne fresca puede prevenir esta enfermedad mortal. El joven holandés no puede por menos que mostrar una gran decepción. Alimentado con las enseñanzas de Calvino, es consciente de que su tierra natal ha sido elegida por Dios para llevar a cabo grandes obras. Pero, mira por dónde, se entera de que él no será un instrumento de ese destino. En las cinco carabelas cuyo mando va a tomar, no llevará cañones, ni barriles de pólvora, ni soldados; apenas unos cuantos mosquetes para defenderse. Embarcará jardineros, palas, picos, semillas de verduras de ensalada, de arroz y de trigo, así como machetes de carnicero para trocear los corderos y las cabras criados allí. Porque no hay ni rastro de un sueño de conquista colonial en las intenciones de los hombresde jubón negro y cuello blanco de Amsterdam. Para intentar atenuar la frustración de su protegido, le cuentan la estancia forzada que acaban de hacer en los parajes de su destino africano los sesenta náufragos del Nieuw Haarlem, un tres palos de la Compañía. El testimonio es de lo más estimulante. Allí abajo todo existe en abundancia: agua dulce, peces, antílopes salvajes, ganado doméstico e, incluso, en determinadas épocas, manadas de focas y ballenas. En resumen, una especie de El Dorado. Por idílica que parezca, la descripción no satisface en absoluto a Van Riebeeck. Le preocupa saber qué actitud deberán adoptar él y sus compañeros frente a las poblaciones locales con las que se encuentren. La respuesta es firme: deberá evitar todo contacto con los indígenas, conformarse con intercambiar con ellos los regalos y las chucherías que lleven consigo para eventuales trueques por carne fresca. Ninguna otra relación. Ningún intento de educación, de conversión, de sumisión. Sobre todo,nada de confraternización. Los indígenas son extranjeros y deben seguir siéndolo. El único objetivo de Holanda es posarse de puntillas sobre un pequeño extremo del África austral, supuestamente deshabitado, y crear allí una estación de abastecimiento de productos frescospara sus barcos que navegan por la ruta de las Indias. Una misión que le encomiendan realizar «con la espalda vuelta al resto del continente». Nada apasionante, piensa dolorosamente Van Riebeeck. ¿Cómo, en este abismo de decepción, podría imaginar el joven holandés que marchando a plantar lechugas escribiría el primer capítulo de la historia de un país que aún no existía: Sudáfrica? «¡La montaña de la Mesa, una milla a babor!» El grito del vigía en lo alto del mástil provoca un zafarrancho en el puente del Drommedaris, la carabela de Jan Van Riebeeck, que ha partido hace ciento cinco días de Amsterdam en compañía de otros cuatro veleros de cuatrocientas toneladas. La mañana del 6 de abril de 1652 reina una calma milagrosa en torno a esta península africana que intrépidos navegantes portugueses, tras haber perdido a muchos de los suyos en los acantilados, han bautizado con el nombre de cabo de las Tormentas y, luego, cabo de Buena Esperanza. Incluso el southeastern, ese viento salvaje que de ordinario oscurece el sol con sus nubes negras y empuja en gigantescas montañas de espuma las mareas del océano Índico contra las del Atlántico, muestra una calma sorprendente. Los recién llegados pueden echar el ancla al abrigo de la majestuosa montaña en forma de mesa que hunde sus flancos en las aguas turquesas y transparentes de la bahía del Cabo. De pronto, se sienten impresionados por la hermosura de la naturaleza que los recibe. Entre las costas este y oeste de la estrecha península, sólo hay un reino floral y forestal de eucaliptos, jacarandás, buganvillas, helechos. Matas de aloe, alcatraces, pachulis y espicanardos embalsaman este paraíso tropical poblado de miríadas de aves de todos los colores. Pero la fauna salvaje hallada en las primeras exploraciones sorprende aún más a los expatriados de Amsterdam. «Hemos avistado esta mañana una familia de leones devorando a un antílope», contará ingenuamente Van Riebeeck en una de sus primeras cartas. Los únicos encuentros que escapan al holandés, al menos en las primeras semanas, son los de los pastores khoikhois, divisados con sus rebaños al pie de los floridos riscos de la montaña de la Mesa. A Van Riebeeck le encantaría intercambiar la bisutería y los adornos traídos de Europa por algunas cabezas de su ganado. Pero los autóctonos se escabullen. Habrá que ofrecerles más que un aderezo de plumas y metal para vencer aquella suspicacia. De pronto, los recién llegados desconfían. Desde Amsterdam, los Diecisiete ordenan a Van Riebeeck que construya un fuerte y una empalizada para asegurar la protección del campamento. Incluso le envían a un ingeniero de alto nivel, llamado Rykloff Van Goens, con la extravagante misión de estudiar la posibilidad de separar la península del Cabo del resto del continente mediante un canal excavado de costa a costa. La península se convertiría entonces en un pedazo de Holanda, independiente geográficamente de África. El proyecto entusiasma a los expatriados, aunque pronto caen en la cuenta de su ingenuidad. ¿Cómo un centenar de infelices armados con picos y palas van a partir África en dos? ¡Menuda locura! A menos que los khoikhois acudan a millares a prestarles ayuda. Van Riebeeck no ve otra solución que infringir la prohibición de los superiores. Envía nuevos emisarios a los pastores negros que seven alrededor de la montaña de la Mesa.
http://www.elcorteingles.es/libros/secciones/capitulos/capitulo_libro.asp?CCODCAPI=1&CODIISBN=6520440964

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